Probablemente el docente más recordado no sea el más inteligente, el más apuesto o el que mejor enseña, sino el más humano. De hecho, es común escuchar anécdotas que narran o recuerdan episodios significativos, protagonizados por algún(a) docente y que ha marcado para bien la vida de muchas personas.
No es casualidad que muchas niñas, niños y adolescentes, proyecten figuras de paternidad o maternidad en los docentes que más les inspiran, les generan confianza o, simplemente, le reconocen su autoridad con especial acento. Dadas estas circunstancias, les es mucho más fácil establecer lazos de confianza y cercanía.
Así las cosas, no podemos menospreciar la idea que motiva estas líneas: «educar es promover la dignidad humana». ¿Por qué? Por estas y muchas más razones. Aquí esgrimo algunas de las que han enriquecido mi experiencia docente y de colegas cercanos, las cuales no siempre están prescritas en el currículo, pero son una realidad latente.
1. Corrección fraterna
Cuando el “error” se asume, no como una equivocación en sentido peyorativo, sino como la posibilidad de aprender, gesto acompañado de un “muy bien”, aunque implique señalar lo que falta o la necesidad de replantear la tarea y buscar alternativas. Esto le permite al estudiante confrontar, inevitablemente, la experiencia contraria que se da muchas veces en la casa, donde equivocarse puede costar un regaño, sanción o castigo.
2. Escuchar a todos
No es siempre fácil, pero toda vez que se da la oportunidad de escuchar a todos los estudiantes, incluso propiciar el ambiente adecuado para que aquellas personitas con dones especiales, y que, generalmente, no se aventuran a compartir lo que piensan porque poco o nada tienen que ver con la lección en curso, se dan las condiciones necesarias para que todas las niñas, niños y adolescentes en el aula se sientan importantes, pues, tienen mucho que decir y hay gente a la que le interesa.
3. Ponderar el juego
Mucho se habla hoy de “gamificar” las clases. Hay que aprender de ello. Pero, es necesario ver el juego no sólo como un método didáctico, sino como lo que es, la actividad más seria y natural de la infancia. Es necesario secundar a los estudiantes en los juegos: no como pasatiempo, sino como algo verdaderamente importante; no como una actividad para distraerse un rato, sino como parte esencial de la clase, de la vida. De la misma manera en que un policía se entrega al cuidado del orden público y esto lo define, asimismo, el juego es lo propio y natural en la infancia. Si nuestros estudiantes perciben que ese es el valor que le damos al juego, se sentirán personas importantes, que cuentan para el mundo.
4. Trato inclusivo
El trato equilibrado, sin distingo de raza, religión, poder económico, género, gustos o preferencias, es absolutamente incluyente. Cuánto bien hace transmitir a la comunidad educativa que no hay predilectos o favoritos, que tanto niños y niñas son importantes y que cada individuo, desde su sexualidad, ideología, religión o situación económica, son necesarios en la sociedad, que cada persona, a su modo, tiene unas cualidades y capacidades valiosas y diferentes, las cuales enriquecen a la humanidad.
5. Ser humano
Ser consciente de la propia condición natural y la del otro: antes y por encima de ser docente, se es humano; antes y por encima de la condición de estudiante, se es humano. Es fundamental esta aclaración, muchas veces obviada. Así, pues, cuando un(a) docente traspasa el umbral de la puerta del aula, lo más importante no es enseñar un tema o ayudar a los escolares a alcanzar unas competencias, sino intervenir un grupo de personas; cada una con unas necesidades y situaciones que, de una u otra forma, afloran en el desempeño académico y en la relación con el entorno. De esta manera, mucho más importante que la didáctica para enseñar las propiedades de las matemáticas, es el estado anímico de los estudiantes, sus realidades particulares, sentimientos, emociones, intereses y preocupaciones.
Cuando se garantizan estas condiciones mínimas para la enseñanza y el aprendizaje, entonces la escuela o colegio ha alcanzado su fin más preciado: enseñar al ser humano a ser humano, en tanto que, educar es promover la dignidad humana. De lo contrario, se estaría desligando la educación de su rol emancipador y, por tanto, el juicio pertinente sería: «si la escuela no sirve para humanizar, no sirve para educar».
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